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El sonero del Pacífico que conquistó Francia

Yuri Buenaventura conversó con Viajeros del Pentagrama sobre sus orígenes como artista, la importancia de acercar a los niños a los sonidos autóctonos y sobre Manigua, un hermoso viaje musical en el que dialogan la salsa y el bolero con la música clásica. Diálogo afinado.

yuri buenaventura 3

Por Lucy Lorena Libreros 
Periodista cultural.

La anécdota de ese 17 mayo de 1967 parece darle sentido a toda esta historia: ese día, don Manuel Bedoya caminó hasta la casa vecina en la que ensayaba un grupo folclórico donde repicaban sin cesar la marimba y los tambores. El hombre pedía algo de silencio para que Nery, su mujer, pudiera parir tranquila al menor de sus hijos: Yuri Alex Bedoya Giraldo.

Pero la música no cesó y, en medio de ese alborozo de currulaos, la partera Mercedes Mosquera terminó su trabajo y trajo al niño al mundo. Muchos años más tarde, dialogando con don Manuel, su padre, el muchacho confesaría que ese 'bautizo' —seguro— había sido el culpable de su vocación musical y artística.

El muchacho de entonces tiene ahora 51 años, habla pausado y viste impecable. El mundo lo aplaude como uno de los mejores cantantes de la escena salsera en Europa y lo conoce como Yuri Buenaventura, nombre que acogió para siempre en homenaje a la ciudad en la que nació y de la nunca ha querido desprenderse.

Sentado a pocos pasos del auditorio principal de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, en el centro de Bogotá, en el que un centenar de músicos repasan, una y otra vez, las canciones de su próximo disco, el hombre que nació entre cantos del Pacífico comienza a hablar de su vida y de su música.

Regresa a su infancia, allá en el barrio La Transformación, donde creció en el hogar de un cura y una monja de claustro que renunciaron a su vocación religiosa por amor, en los 60. Yuri era un chico tímido y llorón que escuchaba en casa cantos gregorianos, música barroca y las tonadas de Verdi, Brahms, Mozart, Chopin y Schubert que le quedaron de 'herencia' a don Manuel de sus años de formación jesuíta.

El niño curioso que fue Yuri, cuyo nombre —dicen sus padres— rinde homenaje al astronauta Yuri Gagarín, tomaba en sus manos los vinilos y comenzaba a leer el nombre de los autores con una curiosidad genuina que no permitía preguntas sin respuestas. Mientras, afuera, en las calles de tierra, palpitaba África: manos negras que golpeaban cununos, agitaban guasás y repicaban marimbas.

—Maestro Yuri. Comencemos por ahí, por la fortuna de nacer y crecer en una región con tanta riqueza musical.

—Fui afortunado, sin duda. Pero es que la música no es un elemento muerto o estático. La música viaja con los pueblos y se desplaza. En el Pacífico está la música indígena y la negra que llega de África y que se mantiene a través de la tradición oral. No pasa por el pentagrama. Es la base medular de la cultura del Pacífico. Luego están los elementos occidentales, los instrumentos europeos, los lirismos y la misma lengua que llegan a América. Esa mezcla fue la que me amamantó.

—¿Cómo lo marcó eso de crecer escuchando cantos gregorianos y folclor del Pacífico al mismo tiempo?

—Fíjese que en el Chocó muchos curas españoles formaron varias generaciones en el brass, las trompetas, trombones, clarinetes y tubas. Por eso, en el Norte del Pacífico lo que funciona es la chirimía. Nací en el Pacífico Sur, donde reina la marimba y donde los lamentos y las tonalidades menores son las que se imponen. En esa cotidianidad uno entonces comienza a hacer música sin ser músico, porque la música se vive en todo: en los nacimientos, en los entierros, en las fiestas religiosas. Y llegaba a mi casa y el paisaje sonoro cambiaba porque mi papá escuchaba cantos gregorianos y música clásica. Yo vivía entre esos dos universos y eso me enriqueció enormemente. Y cuando me voy a vivir a París me mezclo con músicas de toda África. El mío ha sido un proceso de formación desde la vida, no desde la academia.

Yuri buenaventura1

A los 13 años, Yuri quiso hacerse Dj. En las tardes, al salir de clases del Instituto Técnico Industrial Gerardo Valencia, caminaba hasta los bares del centro a complacer con boleros, tangos, sones cubanos y música caribeña a los bebedores de ocasión. De esos géneros, confiesa ahora, abrevaría también para componer sus canciones y su música. "Cuando naces en Buenaventura, la selva te absorbe. Tuve una niñez marcada por lo verde, por la lluvia, por el tambor del Pacífico", dice.

Sería con ese sonido de África palpitando en el alma que llegaría con 18 años a París, con un arequipe, unos pandebonos y una panela como equipaje, dispuesto a aprovechar una beca que había conseguido su familia para estudiar economía en La Sorbona, sin saber una sola línea de francés. Cursó varios semestres, pero faltando dos sintió que el llamado de la música era más fuerte.

La música –lo entendería años más tarde– era la "única forma de transportar las teorías del mundo a la realidad de la gente. La elegí porque necesitamos aprender a amar y a sentir al otro para que no existan desequilibrios. En el Metro yo les daba a todos mi música. Me metí al arte para aportar a la unidad de los seres humanos".

—Usted descubre la música casi de forma tardía y casi de espaldas a su familia. ¿Cómo pueden los padres de familia acompañar el proceso musical de los niños cuando ellos se sientan llamados o con deseos de explorar un camino artístico?

—Lo que yo les diría a los padres de familia es que, a pesar de mi historia, no se puede ser negligente con la academia a ninguna edad. Porque, aunque yo me he nutrido tanto, soy un analfabeta musical: no leo la música, ni la escribo. Claro, la información y el contenido que tengo musicalmente me han permitido acercarme a compositores y arreglistas a los que les puedo decir mis ideas o cómo quiero que suene mi canción. Pero ese no es el mejor camino. Ya hubiese querido aprender de solfeo para tener la posibilidad de poder indicar ciertos acordes que no sabes, a veces, cómo expresar bien. Eso siempre me faltó en mi carrera. Permítanles a los niños participar de Viajeros del Pentagrama, y aprender, porque la música es una herramienta que, como la lengua, les ayuda a formarse.

Un sonero 'vagabundo'.

Y entonces se lanzó a las calles y al Metro de la capital francesa llevando un bongo a todos lados. Y entonces también se fue "saliendo de las líneas de la sociedad" y vagaba, sin domicilio fijo, buscando cobijo en los museos para protegerse del frío y de calor.

En Colombia, sus padres permanecieron largo tiempo sin tener noticias suyas, aferrados al sueño de que el menor de los Bedoya se haría un hombre atildado en una universidad europea. La confesión de un amigo de Yuri los abofeteó, mucho después, con una realidad que no esperaban: "les dijo que yo estaba en Francia pidiendo plata".

Y sucedieron cosas peores. Abrumado por la falta de recursos, por la discriminación de ser un inmigrante latino y pobre en Francia, un agobiado Yuri decide lanzarse al río Sena con el bongo amarrado al cuerpo. Sobreviviría para contarlo.

Fue por esos días, con la complicidad de Nancy Restrepo, que 26 años atrás llegara a Francia como embajadora de Colombia tras el asesinato de su esposo, Rodrigo Lara Bonilla, que Yuri Buenaventura grabaría su primer álbum, Herencia Africana, por el que terminó arruinado y lo dejó de nuevo en Buenaventura, sin esperanzas en la música, "y con la idea firme de ponerme a manejar un taxi porque hasta ese momento sentía que no había logrado nada como artista".

Ignoraba que, en ese momento, al otro lado del Atlántico, alguien había caído rendido ante una canción con dosis de locura que él una vez improvisara en el metro de París: la versión en salsa de 'Ne me quitte pas', que nació del corazón roto del belga Jacques Brel. La compuso en 1959 luego de terminar con su amante, la artista francesa Zizou, sin sospechar que acabaría convertida en la canción de amor más bella de la historia y en una de las más versionadas de la música moderna.

Aquel lamento triste y desgarrado, que implora "no me dejes, no me dejes, no me dejes, no me dejes", se convirtió gracias al talento excepcional de Yuri en un canto gozón y bailable que sorprendió a los franceses. El destino quiso que una tarde Jacques Sanjuan, director artístico de The Wailers, mítico grupo de Bob Marley en los 70, y que había trabajado con artistas de los quilates de Bon Jovi y Elton John, abordara el taxi en el que habría de escuchar por primera vez 'Ne me quitte pas' en salsa.

Los oídos de Sanjuan, 'catadores' de buena música, lo obligaron a contactar la emisora en la que había sonado aquella versión inimaginable y a la que, meses atrás, había acudido con un demo en las manos un humilde bonaverense, sin más expectativa que hacerlo sonar un par de veces. Con aquella canción Yuri Buenaventura regresaría por la puerta grande a Francia.

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Yuri Buenaventura fue reconocido en 2016 con la Gran Orden del Ministerio de Cultura por su aporte a la difusión de la cultura colombiana en Francia.

El resto es historia. Una memoriosa: Yuri Buenaventura, condecorado con la Orden de las Artes y las Letras en el grado de Caballero de Francia, ha conseguido cinco discos de oro por las ventas de su música, que alcanzan cerca de 600 mil copias solo en ese país. Llevó la salsa al llamado ‘World Music’ y carga a cuestas seis álbumes que lo colocan como uno de los artistas de salsa más importantes del mundo: Herencia Africana, Soy Soy, Vagabundo, Lo mejor de Yuri Buenaventura, Salsa Dura y Cita con la Luz.

Todos ellos, escritos y cantados con historias de fuerte contenido social y denuncia. En '¿Dónde estás?', de su álbum Vagabundo, clama por las carencias y miseria de su pueblo natal. En 'Banano de Urabá', desnuda la situación del conflicto interno colombiano. En 'Guerrero' les canta a líderes desaparecidos como Luis Carlos Galán; en 'Patrice Lumumba' recuerda al mártir político senegalés. 'No estoy contigo' es una suerte de himno de las víctimas del secuestro en nuestro país.

—Maestro, ¿de dónde nace su vena de compositor y la necesidad de abordar temas complejos en sus canciones?

— Escribo desde muy pequeño, desde niño era muy observador de la realidad en la que vivía, los problemas de la gente, la ausencia del Estado. Por eso, siempre los temas sociales estaban presentes en mis canciones. Mi música está hecha, en gran parte, de esa labor de observar la realidad del Pacífico, la dureza de su entorno. Y en el caminar por el mundo, fui entendiendo con decepción que hay gente a la que no le importa el otro, yo puedo tocar ante reyes o jefes de estado o gente de mucho poder, pero sigo siendo negro. Mi música es el sonido de África, de tambor, de mi Pacífico. Es la esencia que me acompaña a todas partes.

—Hablemos justamente de ‘Manigua’, ese hermoso proyecto artístico que lo tiene de nuevo en Colombia.

— El proyecto Manigua fue presentado por la Ministra de Cultura, Mariana Garcés, quien hace tres años me propuso llevar mi música al formato sinfónico. Y el resultado fue el concierto del pasado 4 de julio en el Teatro Colón de Bogotá, bajo la batuta del maestro Paul Dury. La idea es hacer un álbum recogiendo esta experiencia. Manigua tiende un puente entre la música popular y la música clásica. Muestra cómo se expresa el brass en la música popular, cómo cuidar los golpes de la percusión, lo popular frente a lo lírico.

—A pesar de que su música la ha construido con sonidos del jazz, de la salsa, del bolero, no olvida sus raíces. Ha coqueteado con la marimba y ha entendido la música como otra forma de construcción de la memoria. ¿Qué hacer para que estas nuevas generaciones no olviden sus raíces, nuestro folclor?

—Hay que entender que la música es como un alimento. Nosotros en los pueblos comemos 'salchipapa', es la comida del barrio. Pero si solo comiéramos 'salchipapa' nos enfermaríamos. Lo mismo sucede en la música: cuando escuchamos solo reggaetón es como comer todo el día comida rápida, sin nutrientes, y al cuerpo hay que darle ensaladita, frutas, verduras. Los adultos tenemos la responsabilidad de que los jóvenes y los niños se alimenten de música diversa y de buen contenido. Siendo la música tan rica, donde un día puedes escuchar jazz, otro día bossa nova o flamenco, otro día música clásica, no vale la pena quedarnos en un mismo género y con letras vacías. Si no hubiese tenido esa formación de mi papá, ese acercamiento a las músicas europeas, no podría haber hecho la música que he logrado hasta ahora.

—¿Qué sueña para ese Pacífico al que le ha cantado tanto?

—En 2011 ayudé a gestionar un festival folclórico para Buenaventura, para que la música del Pacífico se hiciera más visible. Es que los instrumentos musicales arrastran una memoria colectiva muy antigua. Por eso no me gusta el requisito que impone el Festival Petronio Álvarez sobre la marimba de chonta al exigir que esté afinada a 4/40, el estándar internacional, arruinando así la propia memoria del instrumento. Sueño para el Pacífico que se respete la tradición oral y que se pueda compartir esa tradición oral para no perder la riqueza de nuestra memoria africana, recoger esa tradición porque se está perdiendo. Sueño que el Pacífico suene en todo el mundo.